Discurso de aceptación premio Max Aub
- muevetuhistoria
- 22 jun 2022
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 23 jun 2022
Podría darles las gracias a la Fundación Max Aub, a su Presidenta y al selecto jurado del Premio Internacional por muchas razones: por darle un empuje inesperado a mis ansias de concretar un proyecto literario, aún en ciernes. O por hacer una lectura del cuento que me permitió descubrir en el texto zonas que permanecieron oscuras e inaccesibles durante la etapa de escritura. O también por abrir mi curiosidad hacia la vida fascinante de ese escritor polifacético, creativo y rebelde que fue Max Aub.
Pero hoy quiero agradecerles, por encima de todo, por darle la última gran alegría en vida a mi madre. El miércoles 6 de abril, cuando apenas despuntaba el día en Bogotá, Colombia, recibí la llamada de Paco y los miembros del Jurado, para informarme que Vacanal había sido elegido entre 585 cuentos recibidos. La alegría fue intensa, aunque duró poco. Dos días después, mi madre falleció.
La última conversación que tuvimos, horas antes de su muerte, fue sobre el cuento y el premio. Aunque su memoria corta estaba muy debilitada, y sus oídos marchitados por la edad, ese día parecía haber rejuvenecido 20 años. Escuchaba perfecto y estaba radiante y orgullosa por el premio que su hijo había ganado al otro lado del océano. No sé si su renovada energía la encendió la noticia o si fue más bien la premonición ignorada de su muerte cercana. Pero lo cierto es que esa charla de 10 minutos fue otro gran premio que hoy también les quiero agradecer.
Vacanal forma parte de un libro de cuentos, aún no publicado, cuyo título provisional es “La muerte es otro cuento”, que fue mi primer intento serio de abordar la literatura, y dejar atrás 30 años de carrera profesional como guionista de televisión y asesor de empresas en storytelling corporativo. Tarea compleja porque son dos mundos distintos y, muchas veces, antagónicos.
De hecho, la semilla de Vacanal surgió durante la investigación que hicimos para una serie de televisión en Colombia llamada La Dama de Troya. En un viaje para conocer la región de los llanos orientales, visitamos un moderno frigorífico, o para ser más claros, un matadero de vacas, en la ciudad de Villavicencio.
La descripción del lugar la pueden leer en el cuento. Y fue allí donde vi al personaje que inspiró el relato. Al final de lo que llaman “la parte sucia de la planta”, y después de haber visto todo el proceso de descuartizamiento de las reses, estaba él. Un hombre menudo con una potente pistola, cargada de unos largos dardos metálicos, que disparaba en la frente de cada res que llegaba a su trono letal.
Un momento terrible, en donde se respiraba el olor a muerte y, sobre todo, a miedo. El miedo de los animales que entraban, uno a uno, desde los corrales, con una mirada vidriosa y la certeza de que algo espantoso estaba a punto de suceder. La imagen se me clavó en la memoria y en el corazón como un dardo de fuego, que solo me pude sacar, años después, al escribir esta historia.
No quiero dañar la sorpresa del cuento, pero al salir del frigorífico y revivir en mi mente y en mis sueños la escena dolorosa del matarife y su víctima, me comencé a preguntar quién podría ser esa persona. ¿Qué haría después del trabajo? ¿Cómo se divertiría? ¿Sentiría algún tipo de culpa por lo que hacía?
Llegué a la conclusión dolorosa, porque vivo en un país donde la violencia ha adquirido matices de incomprensible crueldad, que probablemente él no sentía nada. Ni siquiera se lo planteaba.
Y ahí surgió la esencia de la anécdota; su detonante, como decimos los guionistas. ¿Qué pasaría si un día, por alguna razón inexplicable y en el momento previo al disparo, una de sus víctimas cuadrúpedas le hablara al matador?
Lo que detona el cuento es la palabra, que irrumpe en el instante de la muerte, cual intrusa, y quiebra en mil pedazos el silencio cómplice.
La palabra, la misma que hoy nos une en esta velada. La que tiene el poder, casi divino, de espantar a la muerte y mitigar su dolor.
La palabra cobra vida por la presencia del otro. Sin un lector que le dé sentido, que la sienta en carne propia, solo sería letra muerta; una expresión muda del ego.
Tal vez exagere, pero me gusta creer en la palabra literaria como un antídoto contra la muerte. Y no porque la evite físicamente. Su poder es más sutil. Con las palabras podemos abrir la puerta del sepulcro y revivir a aquellos que se fueron. Ungirlos con algún tipo de inmortalidad.
Larga vida al premio de cuento; larga vida al legado de Max Aub y larga vida a la palabra literaria que seguirá salvándonos del abismo.
Muchas gracias.
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